Un día, cuenta la directora, recibió un mail. En él, un hombre llamado Ernesto la invitaba a llevar al cine su propia historia sobre la que había escrito una novela. Creo que te interesará, le dijo, porque en toda situación de maltrato hay dos versiones: la de la víctima y la del maltratador. Y en esta, el maltratador soy yo. La confesión despertó en Efthymia, los recuerdos de una adolescencia que la han atormentado a lo largo de toda su vida. Un padre maltratador del que escapó en cuanto pudo, dejando atrás y “para siempre” su Grecia natal para instalarse en Barcelona y convirtiendo, desde entonces, su vida, en una historia de huida permanente. A partir de la lectura de la novela y las confesiones de Ernesto, quien como única condición para el rodaje pidió estar siempre acompañado por su actual pareja, Efthymia trata de complacerlo ficcionando ciertos pasajes con él mismo como “actor”. Una infancia de abusos y maltrato, la ausencia total de gestos de cariño, el alcohol, las violaciones a la propia pareja, los ataques a cuchillo… Patrones repetidos en la vida de Ernesto y de su padre, como si de una especie de enfermedad contagiosa se tratarse. Patrones que hacen eco en la propia historia de vida de la directora, en sus propios fantasmas y sus miedos, en sus años de adolescente abusada, de hija maltratada, de mujer silenciada. Dos historias ajenas que se funden en una sola. Víctima y victimario. Una película que pisa la polémica línea entre escuchar al monstruo y humanizarlo. Un espejo entre la historia personal y la “ajena”. La de Efthymia y la del maltratador, ese a quien Ernesto bautizó con su primer nombre de pila: Juan, para intentar distanciarlo de Ernesto, el hombre que quiere y no podrá nunca ser.